A vueltas con las administraciones públicas
Conforme te haces mayor te van cuadrando cosas que sabes, que has oído, que has leído, que has anotado… Y que has repensado, muchas veces sin encontrarles inicialmente un sentido aparente. Es el caso de un comentario repetido en boca de un alto cargo de la administración del Estado, del Reino de España, digo: «Los departamentos horizontales estamos condenados a la melancolía».
Yo mismo he sufrido esa melancolía —me la imagino propia de las cloróticas del XIX, de tez pálida y frágil salud— en mis andares regionales por la Unión Europea, donde se hablaba de personalidad y de derechos inherentes a la misma, sin discutir los del Estado de cada cual ni los de la Unión, en cuanto algo más que suma aritmética de los Estados que la conforman, sin llegar al debate de la Europa de los pueblos o de los Estados, hoy ya extemporánea. Así ha venido ocurriendo, por ejemplo, en la Asociación de Regiones Fronterizas de Europa (AEBR).
¿Por qué de esa melancolía?, me pregunto en alta voz.
Félix Madero, en un estupendo artículo sobre «El chico de la maleta» (ABC, Madrid, 28 de febrero de 2011), describía al hombre que se supone tranquilo del siglo XXI como un ser perplejo que arde por dentro mientras pasea por un parque y contempla el vuelo de las palomas. Tranquilo porque la modernidad ha inventado nuevas formas de melancolía que tranquilizan nuestras conciencias; porque el ritmo de nuestras vidas hace imposible encontrar tiempo para preguntarnos con valentía qué está pasando; porque solo los poetas tienen el valor que se supone para ello. «Pero, ¿quién lee poesía ahora?», concluye.
Pero no trato aquí de referirme a ese sucedáneo venal de la melancolía, sino aquella que es causada por la prepotencia del Estado y las competencias verticales de su administración, que impiden el desarrollo de políticas (policies) horizontales más acordes con las necesidades que hoy muestra la sociedad para alcanzar sus fines. En resumen, una prepotencia que anula la personalidad. Sí, primero a la sociedad —“civil”, si se quiere— y luego a las personas, para quienes debiera constituir un medio para alcanzar sus propios fines. Es paradójico que un medio, mediando la usurpación, se haya convertido en un fin en sí mismo. Que conste que no se propicia desde estas líneas la destrucción del Estado.
David Cameron, premier del Reino Unido, anunció una idea «innovadora» —y muy antigua para la historia de las ideas políticas— que supondría una gran revolución del sector público británico, a fin de hacer más competitiva la economía de su país mediante la reducción del gasto y de los empleos públicos. Se trataba —en sus propias palabras— de sustituir un «gran gobierno» por «la gran sociedad». Es decir, devolver a la sociedad su propio protagonismo (descentralización) y la capacidad de, además de autogestionarse (ejercer la responsabilidad individual), competir con el propio sector público, sacándolo de su anquilosamiento y controlándolo, al ser más reducido…
Estas semillas, por aquí, caerían sobre el hormigón. Sembrara quien sembrase.