Acabo de leer un libro muy descriptivo de Enrique Dans, que, editado en 2010, es ya viejo, porque las cosas de esta vida van a una velocidad de vértigo. Se titula Todo va a cambiar. Tecnología y evolución. Es un libro que el mismo autor dice que debiera haberlo titulado Todo ha cambiado. Dedica uno de sus capítulos a “La generación perdida: la resistencia a la tecnología”, en el que traza las líneas que considera maestras de esa resistencia, que provienen, en general, de quienes ya son víctimas del cambio brutal y drástico que produce en las personas el imparable cambio tecnológico, que tiene carácter disruptivo.
Se resisten en primer lugar —afirma sardónico— aquéllos para quienes “la tradición es una fuente de negocio”; para que nos entendamos aquí y ahora, la Sociedad General de Autores Españoles (SGAE) y similares en otros pagos, que venden soportes físicos pero no creación. En segundo lugar quienes carecen de recursos para adquirir ordenadores o conexiones a la red de datos o se hallan en zonas de sombra. En tercero, los indiferentes o desinteresados, que no ven estímulo alguno en las posibilidades que ofrece la red y pretenden blindarse con los tópicos al uso.
Yo me atrevería a añadir, en cuarto lugar, al sector público, que es víctima de sí mismo y de conceptos hace mucho periclitados, porque no se ajustan a la realidad de los tiempos, porque el modelo jurídico-económico que le ahorma le impide adaptarse al entorno social que condiciona de forma primordial a toda organización. Porque entre el imparable progreso tecnológico que vive la sociedad y las nuevas estructuras organizativas que a causa de ello surgen hay una relación causal determinista.
Se ha escrito certeramente —en mi opinión— que en el momento álgido de la crisis que padecemos, esto es en 2009, daba la impresión que la solución de nuestros problemas pasaba por reducir el gasto público y priorizar determinados conceptos de gasto para contener la crisis. Si embargo, hoy los ciudadanos van percibiendo de manera creciente que ese mismo sector público —lo subrayo— constituye una parte importante del problema y que, consecuentemente, requiere profundas reformas. No me estoy refiriendo sólo a la dimensión que ha adquirido por nepotismo, sino también a las ineficiencias que palmariamente muestra cada día y a su falta de inteligencia.
Se ha comprobado hasta la náusea que es el entorno el que condiciona de forma principal a las organizaciones, entre las que se encuentran las empresas y también la administración. Y así como muchas de las primeras han sabido adaptarse a ese entorno y dar una respuesta estratégica a sus desafíos para sobrevivir, la administración pública se ha quedado anquilosada. La administración no ha cambiado nunca, aparte los medios que usa.
En esta parálisis hay también un componente de autodefensa de los funcionarios que integran los cuerpos, escalas y especialidades de la administración pública. Me viene a la cabeza en estos momentos el dicho de un probo funcionario de una administración española quien, ante la avenida de papeles y pejigueras burocráticas, exclamaba apesadumbrado: «¡Si no fuera por el trabajo que nos damos los unos a los otros…! »